Los artículos que componen este
libro, algunos de manera más directa que otros, abordan el tema de los silencios.
Silencios producidos por no encontrar las palabras precisas pero también por
miedo a encontrarlas. Nombrar violencias hasta ahora sin nombres dejaría al
descubierto aspectos de la cultura que repugnan a las buenas conciencias. Esas
que dirían: tenemos una ley que tipifica el asesinato de una mujer como
femicidio, tenemos una ley de violencia intrafamiliar… ¿Qué más quieren?
Sucede que la magnitud de nuestro
deseo no cabe en el horizonte de las estructuras jurídicas/legislativas.
Queremos ir más allá y nombrar distintas expresiones de la violencia simbólica
que crea condiciones favorables para el ejercicio de la violencia que tiene
como objeto los cuerpos de manera directa (por que la violencia simbólica
también alcanza a los cuerpos, solo que de una manera más indirecta).
Se trata de silencios instalados en
el sentido común. En el imaginario simbólico vuelto sentido común. Porque es ahí
donde se alojan las imágenes culturalmente construidas del género, de los
cuerpos sexuados y de toda actividad o relación que los involucra. Decimos
entonces que el sentido común (en nuestra cultura/comunidad/país) es violento
con las mujeres (no sólo con las mujeres, pero de esa violencia es la que
estamos hablando aquí).
No
es fácil proponerse intervenir en el sentido común para transformarlo a nuestro
favor. Poderosas máquinas de reproducción cultural lo construyen y sostienen:
medios de comunicación, sistema educativo, la publicidad; la cultura de masas y
la “alta” cultura. Por doquier imágenes
que estereotipan a las mujeres en roles de sumisión, de secundariedad, de
pasividad o, en su defecto, ausencia, invisibilidad, exclusión.
“Pero
si ya hemos tenido una presidenta mujer”… ¿Qué más quieren? No queremos “más”, respondemos, queremos otra
cosa. “Uds. que son complicadas”. Sí, lo somos (aunque preferimos usar la
palabra “complejas”).
Hemos aprendido que no basta ocupar
altos cargos públicos para tener el poder que se necesita para cambiar las
relaciones de poder en el país y en la casa, como decíamos ayer. En realidad
nada basta por sí solo y de manera absoluta porque el poder se desplaza, se
recrea, se disfraza. Se asemeja más a una red que a una pirámide. Enfrentamos y
resistimos, entonces, múltiples “nudos del poder”. De eso tratan los artículos
de este libro: de variadas formas en las que las mujeres resistimos la
violencia naturalizada en el sentido común.
Es
así, entonces, que Antonella Caiozzi analiza “la ideología de la belleza
femenina” como una forma de violencia contra las mujeres. La cultura que
habitamos—y que nos habita—ha construido un mito en torno a la belleza
femenina. Instaladas en este “mito” nuestros cuerpos nunca son adecuados. Hay
siempre algo que falta o está demás o debería ser de otra manera. Poderosas
industrias prometen la adecuación: la industria de la moda, la industria
cosmética, la de los productos dietéticos, la de la cirugía estética. Con todo, son diversas las maneras en que las
mujeres podemos sortear la dominación simbólica que ejerce el mito de la
belleza, propone esta autora. La primera de ellas: definiendo el desarrollo de
nuestra autoestima (corporal en este caso) como un asunto de interés
político. No es un asunto “personal” (o
lo es en la medida que recuperemos la
vieja consigna feminista “lo personal es político”).
A partir de tres relatos de mujeres
que narran sus experiencias de embarazo y parto, Paula Aliaga Armijo pone
en evidencia “la poca libertad que tenemos las mujeres para decidir el modo en
que queremos que se desarrollen dichas experiencias y la excesiva
medicalización que han sufrido los procesos biológicos de las mujeres”. La
autora plantea la necesidad de, junto con “cuestionar el papel de la
biomedicina en la patologización de los procesos vitales de las mujeres”, visibilizar las iniciativas de mujeres que
“buscan modos alternativos de vivir su embarazo y parto, revitalizando círculos
de mujeres cuidadoras o de mujeres que acompañan a otras en sus embarazos y
partos”.
Lupe Santa
Cruz se pregunta por los elementos culturales que escudan los silencios,
específicamente, de las mujeres chilenas. “Habría que preguntarse no solo por qué callan las mujeres y por las
formas que toma el miedo que deben enfrentar—señala la autora—sino también qué
es lo que, confusa o ciertamente, desean proteger y aquello que las lleva a
hacerlo”. La primacía de la institución familiar—cuyo sistema de relaciones
permea también otras instituciones (laborales, partidarias, etc.)—en nuestro
imaginario simbólico muchas veces pone a las mujeres en un dilema de
fidelidad/traición a la hora de tener que “orear” la ropa sucia que, ya
sabemos, debe “lavarse en casa”, argumenta Lupe Santa Cruz. Romper lazos familiares, “implica
también un acto de individuación de
las mujeres (…), lo que puede imaginariamente presentarse como algo más
amenazador aún que la violencia vivida”, agrega.
La violencia social y cultural hacia
mujeres lesbianas y bisexuales es el “nudo” que busca desatar el artículo de
Erika Montecinos. Analiza, entonces, el impacto que tiene en las vidas
personales la falta de imágenes en la cultura en las que lesbianas y bisexuales
puedan verse reflejadas y los riesgos y costos que tiene para ellas hacerse
visibles en el espacio público. “Las lesbianas no tienen un espejo dónde
mirarse porque en el discurso público, simplemente, están siendo constantemente
borradas y ellas mismas, por un patrón cultural que les indica exactamente eso,
eliminan su existencia para no correr peligro”, constata la autora.
¿Víctimas o sobrevivientes? se pregunta
Patsili Toledo. Ambos términos resultan problemáticos, plantea la autora,
cuando las mujeres que han vivido violencia quieren nombrarse a sí mismas. Las
experiencias de violencias son diversas y las maneras de actuar de las mujeres
frente a éstas también lo son. Por un parte, nombrarse o ser nombrada “víctima”
hace difícil el empoderamiento de las
mujeres que viven violencia y les quita todo protagonismo en el proceso de
detener esa violencia. Por otra parte,
si bien hablar de sobrevivientes es una expresión más afirmativa, pues reconoce la agencia de las propias mujeres, de alguna manera instala una dicotomía entre
víctima y sobreviviente, como fases o estadios, lo que no necesariamente
responde a la realidad o a procesos personales de las mujeres que viven
situaciones de violencia, señala Patsili
Toledo.
La violencia
contra las mujeres se complejiza aún más cuando éstas son parte de un grupo
étnico particular, plantean Lucy Ketterer Romero y
Verónica Zegers Balladares. Es el caso de las mujeres indígenas de La
Araucanía, agregan, en cuyas identidades se conjugan dobles o triples
discriminaciones, referidas a su etnia o raza, clase y género. En lo que a relaciones de género
se refiere, proponen las autoras, se ha construido “una imagen más bien
romántica y estática de la cultura, remitida a la representación de roles
tradicionales y expresada en los discursos referidos a la “complementariedad””.
Esta idealización de la cultura mapuche, que “no da cuenta de la existencia de una diversidad de prácticas y formas de
relación entre hombres y mujeres mapuche”, hace difícil nombrar—y
por lo tanto ver—que no siempre es posible atribuir la violencia experimentada
por las mujeres en el interior de sus propias comunidades a factores externos a
la propia cultura.
Sandra
Palestro busca llamar la atención sobre un “silencio con historia”: el que
rodea todo lo relacionado con la experiencia de la violencia sexual en la
tortura contra mujeres. La violencia sexual en la tortura se ejerció
durante toda la dictadura militar y en todos los lugares de detención, nos
recuerda. Una vez afuera, quienes la experimentaron constataron que los
silencios no sólo se producen por la dificultad de decir las cosas por su nombre sino también por la dificultad de escuchar el relato que podría emerger de
ese decir. Por otra parte, parafraseando una frase de Celia Amorós citada por
la autora, se encontraron con que la experiencia de violencia sexual estaba
ausente de los registros sobre las detenciones y torturas acaecidas en Chile,
de una manera tal “que ni siquiera puede ser detectada como ausencia porque ni
su lugar vacío se encuentra en ninguna parte”.
La utilización de la violencia
sexual contra las mujeres por parte de las fuerzas especiales de un organismo
policial estatal no es un hecho del pasado vinculado a la dictadura
(1973-1989). Es lo que denuncia Francia
Jamett Pizarro. Así como el año 2011 en Chile, activó memorias de resistencia
también lo hizo de represiones. Una muestra de esto fue la violencia de género que
se expresó en diversas formas de abuso sexual contra las estudiantes que eran
detenidas en las movilizaciones estudiantiles. No fueron ajenas al ejercicio de
esta violencia las mujeres carabineras de Fuerzas Especiales, en su mayoría
también jóvenes, como las estudiantes que reprimían. Es una de las caras de la
implementación de políticas de “igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres”
que se expresa en “oportunidad de mimetizarse con un hombre-varón a través del
uso, con pertenencia e investidura masculina, de la violencia”, platea la
autora de este artículo.
La extrañeza que produce la figura
de una mujer ejerciendo la violencia es, precisamente, el punto de partida del
artículo de Raquel Olea en el que indaga en las representaciones
literarias del lenguaje de la violencia cuando ésta es ejercida por mujeres.
¿Qué sucede en el relato cuando desde la escritura de las mujeres se representa
a la mujer ya no como objeto sino como sujeto de violencia? ¿Qué producción de
sujeto se realiza en ese gesto? Son
estas las preguntas que Raque Olea se
plantea al leer las narraciones de dos escritoras chilenas--M.C. Geel y Marta
Brunet. Narraciones que se construyen en la dificultad de romper “el espanto
del silencio” que escamotea las palabras para nombrar la violencia no ya del
otro, sino la propia.
De silencios
y resistencias trata, entonces, este libro. De resistencia al silencio. De sacar la voz. Tomarse la palabra
Elena Aguila
Santiago, marzo 2012
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